Juan Fernández, “gitano, con prejuicios propios de su raza, y consecuentemente con un concepto particular del honor familiar”, fue juzgado en la Audiencia Provincial de una capital de Castilla, hace más de 30 años. De su hermano, alto, delgado, pelo negro y ondulado, tez morena y ojos verdes claros, el hombre más guapo del mundo, según las mujeres que acudieron al juicio, tenía amores con la hija de Juan, 20 años, rubia de piel blanca, una de las mujeres más bellas que pisó aquel estrado, protegidos por su madre Manuela. Al enterarse Juan, que esos amores incestuosos los protegía su mujer, quedó muy afectado “por el deshonor y vergüenza ante la sociedad y el medio ambiente gitano”. La familia logró calmarlo, pero al día siguiente, encontrándose solos, insistió con gran amargura sobre la incomprensible actitud de la esposa, “y al decirle que había que tomar medidas sobre la hija, lejos ésta (Manuela) de comprenderle en tan fundada actitud y razonable posición que les avergonzaba, le contestó desairadamente, menospreciando sus argumentos sobre moralidad y honor y aún atacando a su hombría, llamándole fuguilla” (poca hombría). Este inaudito proceder le provocó “una súbita perturbación y sobrexcitación anímica” y con una pequeña navaja asaetó a su mujer, que murió poco después. El Tribunal estimó que había obrado por arrebato y lo condenó a la mitad de los 30 años que pedía el Fiscal.
A veces ha sido por un falso concepto del honor familiar o de la honra de la mujer, que durante tantos siglos se ha situado en su entrepierna. Laurencia, desmelenada, con las ropas rasgadas, mostrando señales de golpes y heridas propinadas por el Comendador que la violó, increpó a los hombres del pueblo, por no saber defender la honra de sus mujeres. Enfurecidos dieron muerte al Comendador. El Juez tomó declaración a los vecinos, los sometió al potro de tortura, pero insensibles al dolor, a la pregunta de quien mató al Comendador, uno a uno, todos contestaron: Fuenteovejuna, señor.
La literatura, la historia, la misma realidad, nos da muestras de las múltiples causas por las cuales el hombre se cree con derecho a apalear o matar a la mujer. Por el honor, por los celos, la mujer siempre ha sido objeto de malos tratos. El mundo empieza a tener conciencia de que no se puede lapidar a las mujeres, ni en África, pero, todos los días, aparecen noticias sobre mujeres maltratadas, asesinadas. Algunos hombres aún creen en “la maté porque era mía”, porque, históricamente, no era persona, era cosa, propiedad del padre, que la vendía, a su nuevo dueño, el marido.
El 16 de este mes de noviembre publicaba MEDITERRÁNEO que este año han muerto, a manos de su pareja o ex-parejas, 64 mujeres. Récord que, por desgracia, veremos superar antes de acabar el año. En la misma página daba cuenta de más de 100 casos de maltratos, según los Juzgados de Castellón. La vergonzosa legislación penal sobre la mujer sobre el adulterio y del Código Civil impidiéndole vender, incluso, sus propios bienes, sin permiso expreso del marido, ha desaparecido. Tras la Constitución, no se puede negar a ninguna persona, hombre o mujer, español o extranjero, el derecho a la vida, ni disponer libremente de su cuerpo, pero anidan en el alma de algunos hombres viejos traumas.
A pesar de las órdenes judiciales de alejamiento, las mujeres son apaleadas o asesinadas. Después de prestar declaración un acaudalado marido, que había apaleado y violado a su mujer, trató de hacerse el simpático con el abogado de ésta, hablándole de amigos comunes. Aquel despreciable sujeto le tendió la mano, el abogado le miró a los ojos y dijo: “no doy la mano a quien pega a las mujeres”. Se levantó y salió de la sala.
Hemos de tomar conciencia de que no se les puede dar la mano, no se puede tratar con ellos, deben ser señalados mientras no rectifiquen, seria y probadamente, de su incalificable conducta. En esto debemos estar todos unidos, como Fuenteovejuna.
23 de noviembre de 2.003 , Diario "El Mediterraneo".