El código ético
lunes, julio 31, 2006
Wenley Palacios

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     La víspera de Reyes se celebró la Cabalgata en Vilafamés, el sistema municipal de altavoces emitía villancicos animando la fiesta. Los niños más pequeños estaban sobrecogidos viendo a los Reyes seguidos por la rehata de caballerías cargada de paquetes. Cada uno imaginaba que algunos de aquellos juguetes, que rebosaban de las alforjas, serían para él. De pronto, apareció en el planet a la puerta de la Iglesia una pareja de cincuentañeros, residentes ocasionales en una de las magníficas casas antiguas restauradas, que se dirigieron airados a la Alcaldesa “no nos gusta esa música, no tenemos por qué aguantar los villancicos cuando no somos creyentes”. Trató de calmarles, explicándoles que era una fiesta tradicional para los niños, que al llegar la Cabalgata, ella saluda a los Reyes, éstos entran en la Iglesia, se sientan en sus tronos al pie del altar mayor y por los altavoces llaman a cada niño y le entregan sus juguetes. Los energúmenos subieron el tono y amenazaron “si no quitan esa música inmediatamente, cuando estén todos los niños en la Iglesia, les explicaremos a viva voz que todo esto es una farsa”. La pareja de ignorantes, no sabía que la Cabalgata de los Reyes Magos rememora cada año el Evangelio de San Mateo, cap. 2: Unos sabios de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando ¿dónde está el Rey de los Judíos que acaba de nacer?. Herodes los envió a Belén. “Al ver la estrella, se llenaron de una inmensa alegría, entraron en la casa, vieron al Niño con su madre, María, y lo adoraron postrados en tierra. Abrieron sus tesoros y le ofrecieron como regalo oro, incienso y mirra”.

     Algunos no tienen maneras para convivir con vecinos. Tal vez por eso, veo en MEDITERRÁNEO la foto de cinco munícipes de Castellón, sentados alrededor de una gran mesa, tratando de llegar a un consenso para elaborar un código ético. Nadie necesita un código ético distinto del que le enseñaron en su familia, en la escuela, en el catecismo o en cualquier sitio en que haya estudiado o le hayan desbastado un poco. Si desde pequeños no conocen las reglas esenciales de la ética es mejor que se vayan a casa. El más conciso dice: “No mentir, no hacer trampas, no robar y no tolerar que otros lo hagan”. Así consta en las obras y en la vida de los grandes pensadores y es al que se comprometen los cadetes de West Point. Es la síntesis de los Mandamientos, bajados por Moisés del Monte Sinaí, que se refieren al trato con nuestros semejantes, aparte están los que nos relacionan con Dios o con la familia.

     Lo “políticamente correcto”, el “ya se sabe cómo son los políticos, dicen una cosa por la mañana y otra distinta por la tarde”, no es serio. Por ser concejal no se tiene privilegios de los que carecen los demás ciudadanos. Al contrario, le son exigibles más obligaciones a que los demás vecinos, porque están a su servicio. Los cuatro principios, “no mentir, no hacer trampas, no robar y no tolerar que otros lo hagan”, son el fundamento de la civilización occidental, los que confieren valor a la palabra dada, el honor al hombre en sus actuaciones y eso que llaman, ahora, transparencia. Claro que los que dicen verdad son transparentes, porque se sabe que nunca mienten, al menos, a conciencia. La habilidad para mentir descaradamente, no es una virtud política, es una indignidad.

 

     Cuando un político, como Mayte Costa, no entiende que no puede decidir con su voto el Informe del CNE sobre la OPA de Gas Natural/La Caixa contra Endesa, siendo al mismo tiempo Consejera de dos entidades de La Caixa; cuando se utilizan los expedientes de los pacientes de un hospital, entregándolos a una empresa privada, para ver si los médicos los escriben en catalán y no se reconoce que puede ser delito; cuando la Fragata Álvaro de Bazán transfiere el mando al portaviones Theodore Roosewelt, que manda el convoy de combate, y se niega que ha ido a la guerra, mienten, hacen trampas. A políticos de ese estilo no hay que darles un código ético, lo que necesita España es que dimitan y se vayan a casa.

 

17 de enero del 2006, Diario "El Mediterráneo".

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