DESVENTRAR
viernes, octubre 2, 2009
Wenley Palacios

Las dos manazas en el cuello le ahogaban. Al hacerse hacía atrás para intentar escapar, quedó recostado sobre unas bicicletas que había junto a la puerta del taller. Le ahogaban. Rebuscó en sus bolsillos y sacó la navajita que utilizaba para el almuerzo. La abrió y empezó a pinchar, sin saber dónde. Pinchó más de treinta veces y fue entonces cuando las manazas aflojaron. Respiró. El otro salió hacía la calle, se dirigió hacía su furgoneta y antes de llegar se desplomó. Cayó muerto. El homicida era bajo, de 50 años y pico. Iba enfajado en un enorme corsé desde los sobacos hasta más allá de la cadera porque padecía de la columna y se apoyaba en un bastón. Hablé con toda la familia y con los vecinos de las casas de enfrente del taller. El de las manazas era un hombre violento, irascible, toda la familia le tenía miedo. Una prima contó en el juicio, como a una tía anciana, enferma en cama, la insultó y la tiró al suelo. Cuando contaba cómo la arrastraba de los pies por la escalera y la cabeza de la anciana enferma hacía “cloc, cloc, cloc”, cada vez que rebotaba en un escalón, un estremecimiento corrió entre los Magistrados del Tribunal. A todos nos llegó una ráfaga de horror. La sentencia le absolvió, apreciando la eximente de estado de necesidad. Todos comprendemos que, a veces, es legítimo matar para poder salvar nuestra vida. 

El aborto siempre ha sido definido como un delito. En 1.973 lo despenalizaron, cuando lo practica un médico en un establecimiento sanitario en tres casos: para evitar un grave peligro para la vida o la salud de la embarazada y así lo acreditará un dictamen emitido con anterioridad; si el embarazo es consecuencia de una violación y se practique en las primeras doce semanas de gestación; y si se presume que el feto puede nacer con graves taras, si se practica en las primeras 22 semanas. Esta Ley dio lugar a grandes abusos. A veces se cortaba el feto de varios meses en pedazos, se sacaban los restos y los pasaban por una máquina trituradora, como la de hacer carne picada. 

Los horribles saqueos de las tropas vencedoras, que robaban, violaban a las mujeres y abrían el vientre de las preñadas y descuartizaban al feto, producen terror, pero lo vemos de tiempos pasados, muy lejanos. No tanto. El 5 de mayo de 2.003 en Betoyes, en La Arauca de la Amazonía, la comunidad guahíbo fue expulsada de sus tierras después que les atemorizaron, asesinando a tres hombres y violando a cuatro chicas de 11, 12, 15 y 16 años. A ésta, Omaira Fernández, embarazada, le abrieron el vientre, trocearon al niño y los pedazos los arrojaron al río, junto a la madre desangrándose. 

Todo se reduce a desventrar. En una clínica lo hacen con bata blanca y procuran no matar a la madre. Pero es el mismo crimen. El mismo horror. Cuando abren el vientre de una mujer y sacan a su hijo, a veces troceándolo en su vientre, no cometemos un crimen distinto. Hemos pasado a que el aborto de ser considerado un delito, en ciertos casos no penado, a calificarlo como un derecho de la mujer. 

La mujer, como el hombre, no tiene derecho a matar a nadie. Hay casos extremos, como el que contábamos al principio de este artículo, en que puede estar justificada una muerte, pero tener derecho a matar, sin más, es una aberración, que solamente cabe en mentes que se llaman progresistas, pero que no tienen más misión que ir destruyendo todos los conceptos que tenemos desde hace más de dos mil años en occidente sobre la familia, la vida y la muerte. Y el derecho a la vida. 

La mujer es dueña de su cuerpo, como dicen las feministas. Pero las normas de convivencia exigen que ante su pareja, su familia y la sociedad sean responsables de lo que hagan con él. Sobre todo responden ante el niño que alumbran. Como dice Patarroyo, tal vez lleve en sus genes las claves de la evolución constante del ser humano. ¡No paréis el futuro! ¡No matéis a los niños del mañana!

13 de Octubre de 2009, Diario "Mediterráneo".

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