EL BELÉN DEL AÑO UNO 
viernes, diciembre 24, 2010
Wenley Palacios

Jesús nació de una pobre chiquilla de la aldea de Nazaret, que ni figuraba en los mapas. Dio a luz en los extramuros de la gran ciudad de  Jerusalen, sobre el estiércol de un establo de Belén, solo apto para dar cobijo a un mulo y a un toro. Los Magos de Oriente perdieron el rastro de la estrella y preguntaron al Rey Herodes. Cuando volvieron a encontrar el camino que señalaba la estrella, hallaron un paupérrimo pesebre y haciéndose un sitio entre los dos animales, a los padres acunando al recién nacido. Nadie supo de su nacimiento, los angeles sólo avisaron a los humildes pastores. Siendo aún de pañales, ante la persecución de inocentes que desató Herodes, cuando supo por los Magos que había nacido el Rey de Israel, sus padres se lo llevaron a Egipto, convirtiéndole en un inmigrante sin papeles al que miraban por encima del hombro, con desprecio, los nativos del valle del Nilo que desarrollaban una importante cultura desde hacía milenios. El mismo desprecio que reciben de nosotros los subsaharianos que buscan su porvenir tras nuestras costas. La historia de Jesús empieza como la de cualquier ser humano, cuando es un niño muy pobre. La belleza de los belenes, la alegría de los villancicos, los regalos y los pantagruélicas comilonas con que recordamos el nacimiento de Jesús, no tiene nada que ver con lo que vieron aquel niño y sus padres. Estamos acostumbrados a las leyendas que nos han ido contando, poco fieles a lo que narran los Evangelios. No me imagino a Jesús apareciendo por el recodo de un camino de Palestina con un báculo dorado en la mano y una mitra persa en la cabeza. Con todos los respetos, nuestros obispos llevan un uniforme poco apropiado con la vida que vivió Jesús en la pobre y polvorienta Galilea. No olvidemos que aunque era Hijo de Dios, el Mesias, no quiso alardear de ello mientras vivió como un hombre. Cuando Juan el Bautista pidió a sus discípulos que le preguntaran “si era el que ha de venir o debemos esperar a otro”, contestó: “los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres y dichoso aquel que no halle escándalo en mi”. Era un hombre sencillo que vivía humildemente como vivían sus paisanos. Nos enseñó a rezar el Padre Nuestro y comunicarnos con Dios. Para orar no iba al Templo, se retiraba en soledad y en silencio a un huerto o al desierto, para que nadie le distrajera. 

Hoy la gente no cree menos que en otros tiempos, ni reza menos, otra cosa es que no vaya a las iglesias y que los curas hayan perdido clientela. Cuando un futbolista salta al campo y se santigua, reza. Cuando mete un gol y se lo dedica a un familiar o al amigo muerto y mirando al cielo le brinda el gol, reza. Cuando una mujer masculla tres Ave Marías, el tiempo justo para cocer un huevo, reza. Cuando ante una desgracia, en medio de los suspiros, se oye decir ¡ay Dios Mio! a alguien, reza. Hay un sinfín de momentos en que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, miran aunque sea de lejos a Jesús y le invocan o le envían un saludo o una palabra de cariño. Están rezando profundamente porque Dios a cambio de la salvación, solamente nos pide una pequeña señal de amor, digo pequeña porque ningún hombre es capaz de darla en la mayor dimensión que Dios se merece. 

Esa manera de leer el Evangelio, que nos enseñó el libro “Jesús. Aproximación Histórica” de José Antonio Pagola, ha sido duramente criticada, pero el Cardenal Geanfraco Ravassi, algo así como el Ministro de Cultura del Vaticano, lo ha elogiado, como “fuente de encuentro de muchísimos con el verdadero rostro de Jesús” “La mejor forma de guiar al lector no técnico”.

28 de diciembre de 2010, Diario "Mediterráneo".

Article originally appeared on Wenley Palacios - Libertad día a día (http://wenley.squarespace.com/).
See website for complete article licensing information.