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martes
abr102007

LA PRADERA DEL DESEO

Las campanas de la lejana iglesia del puerto van consumiendo en los reflejos de su bronce las hojas pálidas de la tarde. Se desdibujan los contornos. Y escabulléndose entre ellos se escapa, también, el angelus, como el furtivo piropo del atardecer.

Los barquitos de pesca arando el mar, huyen con los últimos rayos del sol. Se van a la pesca del amor del mar.

Y van a su hogar los que vuelven por los caminos dorados de la era, los senderos verdes del prado, los senderos rojos del arado.

Los pájaros saben también en su vuelo de atardecer lo que quieren.

Solamente yo me encuentro quieto, pero sin saber qué quiero, ni dónde ir. Y es muy difícil saberlo. Hay un deseo indescifrable en mí de algo, lo que sea. Cualquier cosa, que me distraiga del deseo de saber lo que quiero en realidad.

He visto apagarse la tarde y he visto marchar hacía las nubles la plegaria del Angelus. He visto a la gaviota levantar el vuelo, como barca de amor que corre en busca de su pesca, de los peces de plata del mar. He oído la canción de la luna que llega con su coro de estrellas. Pero no sé ni qué es lo que quiero. Sólo tengo un ansia que me anuncia algo. Me pongo a escribir por si la máquina en su leve golpear me ayuda a encontrar algo nuevo.

Me gustaría, después de desahogarme un poco sobre esta cuartilla, sentir la misma sensación que produce el roce de la rama tierna del almendro de nieve. El calor que la nieve rosa de las montañas deja en mis manos. La alegría de haber acertado el tiro contra el muñeco blanco, con su bufanda al cuello y una escoba en la mano, los ojos ¡ay! en la nada.

Se está a menudo triste por no saber lo que se quiere. A mí me pasa, que si en ese momento escribo algo –lo que sea, aunque no sepa qué- y al acabar estoy conforme con lo escrito, siento, entonces, la sensación de tener aquello de lo que no tenía ni el deseo de tenerlo.

El barco sabía que su ruta era la del mar, que el banco de peces lo espera en la eterna lucha del acecho; va por la red vacía o por la que devuelve el mar con toda su orfebrería de plata.

La tarde se iba prendida de los flecos del sol. Y el ángelus hasta la señora. Los pájaros y los labriégos hacía el calor templado del hogar.

Van a por el goce de lo conocido, en cambio yo sé la alegría de lo nuevo, de lo intensamente nuevo, en cuanto encuentro el algo de que sólo tenía un ansia.

Mi camino era el del galopar por la pradera del deseo.

La pradera del deseo. No es un canto de desesperación como la soga del suicida. Es un canto de esperanza, como el capullo del rosal o el beso de la primera luz.

No es querer estar sólo, como lo quiere el lobo herido en el monte y la arena en el desierto. No es un ansia de sociabilidad como el guiño del lazo de pajarita negro o el reflejo del espejo dorado del salón.

Es …. No se …. Un deseo nada más de estar junto a lo que amamos. Sentir celos del árbol que en su verde eternidad mueve sus hojas cuando el aire de un cantar pasa bajo sus ramas.

La pradera del deseo no tiene ni aldeas, ni oasis y no tiene término. No tiene más que extensión y un horizonte, muy hermoso, sin fin. A veces, muy azul.

Galopar por allí es el ansia de encontrar lo que ni tan siquiera presentimos.

Y encontrarlo es asir a nuestro galope todo su horizonte enorme y azul.

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