Descansen en paz unos y otros

La procesión de la Virgen de Agosto, la Asunción, serpenteaba por las calles del casco viejo. En cada esquina aparecía un paisaje antiguo y hermoso: las murallas, el Castillo, la Torre y la Iglesia del S. XVI; parecía un recorrido turístico. Luego Lola, Julía, Juan, Roberto, y Emetrio, en el monovolumen, se fueron a la masía de Bernardino y Constanza. Él había traido, de la lonja de Benicarló, dos neveras portátiles con langostinos y cigalas. Ella hizo su exquisita mayonesa: un huevo, aceite de maiz, vinagre de sidra, poca sal, limón y la batidora hace el resto. Para la salsa rosa añade ketchup y un poco de tabasco. Una losa plana y delgada, apoyada en varias piedras, la calentaba, por abajo, el fuego hasta ponerla roja. A un lado dos fuentes: una con chuletones enormes y otra con morcillas de arroz, de cebolla, longanizas y chorizos. En Penyagolosa a mediodía hace calor, pero se soporta a la sombra de los altos tilos y de la carrasca del patio. Todos aceptaron una cerveza y un poco de picoteo. Hablaron de la procesión y Juan recordó una historia de ese precioso pueblo, que oyó a un amigo del bachillerato.
“Ella era trabajadora y muy emprendedora, partidaria de los nacionales. A su joven tío cura lo mataron los rojos. Él lo paso mal en la guerra, lo llamaron a filas tan joven que a su reemplazo lo conocían como “la quinta del biberón”. Contaba que el mejor alcalde del pueblo había sido uno del partido de Gasset, como él, republicano, anticlerical y de derechas, que discutió con el cura y prohibió las procesiones por las calles; y, durante la guerra, también fue asesinado. Sus hijos, que oían sus discusiones, supusieron que lo mataron los nacionales, pero pasado un tiempo se aclaró que lo asesinaron los de un pueblo vecino, por cuestión totalmente ajena a la política. Uno de ellos iba al pueblo con su tenderete ambulante y el Alcalde le hacía pagar la tasa municipal; en venganza, cuando llegó la guerra, fue con sus amigos de la CNT y mataron al Alcalde.”
“Muchas de las muertes, en ambos bandos, no respondían a un odio ideológico, sino a una razón privada, problemas de lindes o de salarios o de deudas o de simples venganzas por rencores familiares, incluso despecho de amores”, explicaba Bernardino, “remover la guerra y sus muertos, no traerá ni más paz, ni más comprensión, ni más nada. Cuando el historiador Paul Preston vuelve a sacar a relucir los números de muertos de aquí o allá, la crueldad de éste o del otro bando, no convencerá a unos ni a otros, sólo ahondará en una herida prácticamente cerrada. Tal vez, consiga vender algunos libros. Franco no ganó la guerra, los republicanos la perdieron, por sus luchas entre sí; por el afán del Partido Comunista de hacerse con el control, el poder y eliminar a los demás. Ellos trajeron el caos, ayudados por los anarquistas. En la Batalla del Ebro, el ejercito de la República no podía hacer planes, cuando coordinaba un ataque contra las tropas facciosas, los anarquistas no atacaban cuando les tocaba, porque no se consideraban sometidos al mandato de nadie, se creían absolutamente libres; pero esa libertad en la guerra, no sirve para ganarla.”
Roberto estuvo concluyente: “hace 65 años que aquello pasó, todos los que lo vivieron han fallecido; si queda alguno, entonces era un niño o un jovencito que recuerda lo que vivió o lo que oía contar. Tenemos ante nosotros un esplendoroso futuro y no podemos perderlo en viejas rencillas. Está bien que los historiadores investiguen lo que sucedió, para que quede en las páginas de la historia y nunca más se vuelva a repetir, no para que lo revivamos cada día”.
Constanza llamó desde la mesa, puesta bajo la carrasca de doce metros de alto, que daba sombra a medio patio: “dejar en paz vuestras batallitas y ¡a comer!”. Emetrio sentenció la cuestión: “los muertos deben descansar en paz. Ellos pagaron por vuestras equivocaciones, no para manteneros en los errores que cometieron ambas partes”.
22 de agosto de 2.004, Diario "El Mediterraneo".
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