martes
abr102007

LA PINTADA

Aún muy temprano subió a lo alto. Ya en el Castillo sacó de su chaqueta de cuero un tubo y apretando el botón escribió sobre las piedras, mientras pasaba del miedo a la ilusión y fuego de la firmeza a la esperanza.

Para ser el ingeniero –a sus cuarenta y pocos años doctor-ingeniero, como si por decreto le hubiera salido más ciencia- la acción parecía sorprendente. Muchos dicen sorpresiva, debe ser también por decreto; llevo tanto sin escribir que a lo peor no me entienden. El ingeniero siempre pacífico, callado, tal vez excesivamente aislado e independiente, tan sedentario, resultaba un ser fuera de su sitio esta mañana. Apenas los primeros rayos aparecían por la línea final del mar empujando el telón de la neblina, sin fuerza aún para iluminar las primeras flores.

Bajó guardándose el tubo-spray en la chaqueta de cuero. Disimulando su travesura, a una distancia de quince pasos se volvió y leyó. Respiró hondo y satisfecho. La sonrisa cubrió su rostro culto y decidido. El sol empezaba a romper el aire de la noche y las flores amarillas de la yerba se colmaban de rocío. Los geraneos kikireaban en los balcones. Los pájaros, dejando su rama-dormitorio, gorogararon al nuevo día. El ingeniero tras otros veinte pasos se paró, se dio la vuelta y contempló de nuevo su pintada, ahora ya seguro de que nadie descubriría al autor. En voz baja la leyó para sí: El pueblo ama a su Rey. 14 abril 81.

Se acercaba para él la edad de la nostalgia. Recordaba, bajando la calle de la ladera, haber oído comentar la guerra y sus horrores. No entendió nunca cómo la República, a la que tanto se veneraba en aquellas tertulias de ilustrados pequeños burgueses y funcionarios, siempre con sus esposas, o en las charlas de cocina dominadas por las criadas, pudo ser segada con las cabezas de medio millón de españoles. Resultaba grotesco.

Sabía lo del Arbol de la Libertad que apenas crecía, por estar a la sombra de la iglesia, frente al Ayuntamiento.Y la del Obelisco desmontado por las autoridades victoriosas. Sabía muchas historias, de labios de una vieja y querida tía, sobre el laicismo y amor de la República en su iudad, donde hace cien años sasi todo eran masones, como luego fueron el equipo de fútbol local.

Conseguir ingresar en la escuela de Ingenieros fue una epopeya –como todas sólo premiada con laurel, porque el mundo enriquece otras cosas- pero no podía quejarse. En su época de estudios, aunque no había tiempo para juergas, en una rara ocasión fue con unos amigos a un baile. Era en un pueblo, allá en las montañas, donde veraneaban los pequeños burgueses que sólo tenían un objetivo, ver a sus hijos convertidos en notarios o ingenieros y a sus niñas casadas con un industrial rico.

El baile –las chicas fueron pronto recogidas por el rebaño familiar- dejó a los chicos sedientos de amor, del sexo entonces ni hablar, y de eso tan indefinido como armar una juerga. Todo quedó reducido a entrar en el Bar del pueblo y beber, entre apuestas de a ver quién aguanta más, ginebra y licores nacionales. En los bares no había whisky, según la leyenda sabía a chinches. Entre las brumas del alcohol el futuro ingeniero aprendió y comprobó, a medida que las botellas caían, los cuatro grados de la borrachera. Empezaba con los cantos regionales. Tras las dos primeras copas siempre alguien entonaba lo de “Asturias patria querida”. Venía luego al exaltación de la amistad. El canto regional hacía necesario pasar los brazos por los hombros de los bebedores de al lado, y con los brindis, salía aquello de somos los más cojonudos. Como esto no llevaba a ninguna parte, algún exaltado –exaltado de alcohol, por Dios, nada de política- debía aquello de ¡Mueran los curas!, y el más atrevido, sin osar alzar la voz, remataba ¡Viva la República!

Todo el mundo sabe que la borrachera acaba en el “delirium tremens”, como antesala de una muerte horrorosa y denigrante. Pues no, entonces terminaban las borracheras con el gritito –no se podía alzar la voz- de ¡Viva la República! El dueño del bar echó a todo el mundo a la calle, temiendo por su negocio y su seguridad. Con los años ya nadie hablaba de la República. Las tertulias habían desaparecido dejando paso a los telefilmes y de las criadas, ya se sabe. Ni una. Cuando empezaron a llamarse empleadas del hogar desaparecieron como si las hubiese matado el nombre. Los estudios le enseñaron racionalmente las excedencias de un sistema político tan civilizado tan encomiado en el cine. Las americanas eran las únicas películas buenas, salvo raras excepciones. La esperanza de una República quedó, como en la juerga de su juventud, en un pequeño grito apagado. En una nostalgia. Desde hacía pocos años, y aún antes den las escapadas a Francia, había leído y visto en fotos la alegría del 14 de abril de 1931.Tras unas elecciones municipales cargadas de voluntad política, el pueblo se volcó a la calle en la Proclamación de la República. El entonces Rey, siempre rodeado de artesanos/aristócratas, había caído en la trampa de la dictadura y, cuando ésta se deshizo, el pueblo le había abandonado. Con un gesto elegante, como el trazo de su firma, se fue.

Esta madrugada hace cincuenta años. Abril corría por su mitad con tormentas en los cielos y flores en el campo. El pueblo saludó la flor de la República con toda su esperanza. Exhaló su perfume emborrachándose de libertad hasta que los amos del bar salieron de detrás del mostrador –entonces no se decía barra- y cerraron el local. Se acabó.

El ingeniero no conoció aquello. Nació cuando se cargaban los cañones y avanzaban aplastando las flores. Cuánto lodo y ruina quedó. Pero si ha vivido hace siete semanas el mayor susto de su vida. No supo que hacer. Se le ocurrió la huída, pero no supo de qué, ni d equién ni a dónde. Se quedó paralizado frente a un televisor idiota con 300 millones en danza, pegado a su transistor. Solo lo usaba para el desarrollo de los partidos de fútbol o alguna noche para oír hora veinticinco.

Pocos días antes un reportaje de la BBC había analizado la figura del Rey. Se había ganado el respeto del pueblo. En lo más oscuro de la noche se habló del Rey como una promesa. Cuánto tardó en aparecer. Por fin. Ahí está. Otra vez el verde y las flores. Al fondo un tápiz rebosante de color. Sobre el verde del uniforme las flores de las grandes cruces. Con un rostro insospechablemente enérgico el Rey mandó acatar la Constitución. La radio continuó pegada a su oído hasta el final del desenlace. El pueblo, que desde todos los siglos odia la guerra y quiera ser libre y feliz, salió –como nunca- a la calle a declarar su amor por su Rey.

El ingeniero de pequeño oía contar a su padre, apasionado taurino, como se decía de Joselito “es el español que mejor conoce su oficio”. Cuando recordaba esta anécdota, acababa de descender y llegar al amor. El sol ya estaba sobre el horizonte. Pensó que el Rey era el español que mejor justificaba su sueldo. Lo había oído y lo sentía. En la calle se notaba. La gente ha renacido a la esperanza. La nueva primavera ha traido sus flores amarillas en la yerba su azahar en los naranjos el rojo en las ventanas y en los naranjos, el rojo en las ventanas y en las corazones del pueblo ha brotado el amor a su Rey, por primera vez en la historia, crónica de la aclamación de mil reyes victoriosos en mil reyes victoriosos en mil batallas, a quienes su pueblo no perdonó nunca, aún callando, las miserias y los muertos de las guerras.

Esta madrugada de insomio primaveral el ingeniero no comprendía porque en un rincón apacible de su cuidad, entre árboles, no se ha elevado ya un monumento –rodeado de flores, de muchas flores- a don Juan Carlos y han puesto una sola leyenda a su pie. La que no ha tenido nadie hasta ahora: El pueblo ama a su Rey. Por eso, ha bajado al garaje, ha cogido un spray negro de pintura, se ha subido a lo alto y sobre las nobles piedras del Castillo lo ha pintado a hurtadillas, pero satisfecho. Luego ha bajado hasta el mar lleno se esperanza al ver el sol naciendo, sintiendo el amor por su Rey, como el eterno rumor del mar sereno, despertando bravo y libre.

24de abril de 1981, Diario "Mediterráneo". 

martes
abr102007

LA PRADERA DEL DESEO

Las campanas de la lejana iglesia del puerto van consumiendo en los reflejos de su bronce las hojas pálidas de la tarde. Se desdibujan los contornos. Y escabulléndose entre ellos se escapa, también, el angelus, como el furtivo piropo del atardecer.

Los barquitos de pesca arando el mar, huyen con los últimos rayos del sol. Se van a la pesca del amor del mar.

Y van a su hogar los que vuelven por los caminos dorados de la era, los senderos verdes del prado, los senderos rojos del arado.

Los pájaros saben también en su vuelo de atardecer lo que quieren.

Solamente yo me encuentro quieto, pero sin saber qué quiero, ni dónde ir. Y es muy difícil saberlo. Hay un deseo indescifrable en mí de algo, lo que sea. Cualquier cosa, que me distraiga del deseo de saber lo que quiero en realidad.

He visto apagarse la tarde y he visto marchar hacía las nubles la plegaria del Angelus. He visto a la gaviota levantar el vuelo, como barca de amor que corre en busca de su pesca, de los peces de plata del mar. He oído la canción de la luna que llega con su coro de estrellas. Pero no sé ni qué es lo que quiero. Sólo tengo un ansia que me anuncia algo. Me pongo a escribir por si la máquina en su leve golpear me ayuda a encontrar algo nuevo.

Me gustaría, después de desahogarme un poco sobre esta cuartilla, sentir la misma sensación que produce el roce de la rama tierna del almendro de nieve. El calor que la nieve rosa de las montañas deja en mis manos. La alegría de haber acertado el tiro contra el muñeco blanco, con su bufanda al cuello y una escoba en la mano, los ojos ¡ay! en la nada.

Se está a menudo triste por no saber lo que se quiere. A mí me pasa, que si en ese momento escribo algo –lo que sea, aunque no sepa qué- y al acabar estoy conforme con lo escrito, siento, entonces, la sensación de tener aquello de lo que no tenía ni el deseo de tenerlo.

El barco sabía que su ruta era la del mar, que el banco de peces lo espera en la eterna lucha del acecho; va por la red vacía o por la que devuelve el mar con toda su orfebrería de plata.

La tarde se iba prendida de los flecos del sol. Y el ángelus hasta la señora. Los pájaros y los labriégos hacía el calor templado del hogar.

Van a por el goce de lo conocido, en cambio yo sé la alegría de lo nuevo, de lo intensamente nuevo, en cuanto encuentro el algo de que sólo tenía un ansia.

Mi camino era el del galopar por la pradera del deseo.

La pradera del deseo. No es un canto de desesperación como la soga del suicida. Es un canto de esperanza, como el capullo del rosal o el beso de la primera luz.

No es querer estar sólo, como lo quiere el lobo herido en el monte y la arena en el desierto. No es un ansia de sociabilidad como el guiño del lazo de pajarita negro o el reflejo del espejo dorado del salón.

Es …. No se …. Un deseo nada más de estar junto a lo que amamos. Sentir celos del árbol que en su verde eternidad mueve sus hojas cuando el aire de un cantar pasa bajo sus ramas.

La pradera del deseo no tiene ni aldeas, ni oasis y no tiene término. No tiene más que extensión y un horizonte, muy hermoso, sin fin. A veces, muy azul.

Galopar por allí es el ansia de encontrar lo que ni tan siquiera presentimos.

Y encontrarlo es asir a nuestro galope todo su horizonte enorme y azul.

martes
abr102007

PASCUAL Y LORENZO

Pascual es más joven. La verdad es que Lorenzo es todo un abuelo. Tiene la cara llena de arrugas y la boca hundida. No se sabe que ha influido más, si el aire del tiempo o su eterna sonrisa. En su cara se lee una palabra: años. Y también: buen hombre.

Lorenzo ayuda a Pascual. Los dos son albañiles. Que éste está poniendo su suelo de ladrillos, pues Lorenzo le ayuda. Que hace pared, pues Lorenzo ayuda. Siempre amasando el cemento o la tierra. Siempre alcanzando las cosas que el otro va a necesitar.

Lorenzo es má pobre. Pascual incluso tiene un huertecito que el mismo cuida, cuando acaba su trabajo.

Pascual es mucho hombre. Termina las cosas al milímetro. Entiende al que le dirige. Capta las ideas y sabe interpretarlas. Está dotado de una gran calidad. Es un cerebro privilegiado. Lo que exactamente quiere decir, que no hay que hacerlo ingeniero, ni ministro, ni tan siquiera jefe de sindicato, sino albañil, que ya no hay que hacerlo porque lo es y tan bueno como el primero. Eso sí, si para músicos Beethoven y para físicos Einstein y para generales Alejandro Magno, para albañiles Pascual.

Lorenzo es más torpe. Con la pala aun no ha podido. Después de cuarenta años y pico en el oficio solo sabe trabajar con el azadón. El azadón, si, eso se le da muy bien.

Pascual tiene bicicleta. Pascual vive a cinco kilómetros de la población donde trabaja. Lorenzo también vive allí, pero no tiene bicicleta.

Pascual tiene una hija muy bien casada aquí en la ciudad, dice él. A pesar de que viene todos los días a su trabajo de albañil, la ve poco.

-Ella sabe que si necesitase algo iría a pedírselo. Que más puede querer una hija.

Luego insiste:

- Además, muchos domingos viene a vernos, a su madre y a mí, y come a casa.

- Ella si que sube –interrumpe Lorenzo, sonriendo con su cara de años- pero Pascual siempre está a la pesca.

Siempre no. solo voy alguna vez.

- Lo hace muy requete bien. El último día se hizo con el Campeonato Provincial.

- El primer premio no. Me parece que el tercero o el segundo. Es que estos días con eso de las horas extraordinarias, ni tiempo de ir a preguntar a la Hermandad, he tenido.

Pascual, además, tiene un hijo que es colchonero.

-Hay días de cuarenta duros y más de jornal. Siempre no es lo mismo, pero, unos días por otros, se gana bien la vida el chico.

El hijo de Pascual fuma rubio. El padre siempre negro.

-Un día le dije: fumas demasia, y me dijo: padre, si casi no fumo. Es muy formal, los domingos se compra una cajetilla y los más días ni fuma.

Lorenzo no tiene hijo. Hija. Tiene una hija.

-Pero es del primer marido de su mujer.

-Es que mi mujer se casó con otro hombre, que se murió –aclara Lorenzo- Ahora que la chica es como si yo fuera su padre. Me quiere la gana.

-Hombre lo que vale es el comportamiento y Lorenzo se porta muy bien.

Un poco antes de las cinco Lorenzo entra del pagio con un montón de baldosines recién encerados.

-Hoy es fiesta, no deberíamos trabajar más que hasta las cinco.

-Eso ¡Que no estará bien! Por lo menos una horita pa ir antes a casa. Así hay tiempo de darse una vuelta por el casino.

Pascual asegura que no juega. Lorenzo tampoco.

-Lo menos –dice éste- llegar y darle un beso a la mujer, otros días ni tiempo de eso.

Lorenzo no es un chaval. Un beso con sus labios hundidos ya no podría. Como no sea besando un poco de lado. Tan enamorado a su edad.

-¡Que no es mi mujer!

Por hoy es bastante. Que se vayan a sus casas. Uno a adecentarse un poco y a charlar con los amigos en el casino. El otro a darle un beso de viejo a su mujer. Perdón. Lorenzo. Quería decir solo: un beso. Eso es bastante. O mucho.

-Lorenzo, vamos ya. Que nos despachan. Hoy, si que tendrás tiempo de estar con tu mujer. Vamos, que, si no, no te la acabarás. En lo flaco que está él, su mujer es una cosa así y Pascual hace un gran círculo con las manos, mientras deja el trabajo sonriendo.

Lorenzo se va. Pascual sale con más calma. Como lleva bicicleta. A la salida de la población espera a Lorenzo y lo lleva en el cuadro.

-Es que por el centro, dos hombres como nosotros, hacemos el ridículo al cuadro –dice el que siempre pedalea.

-Yo iría a pata, pero Pascual siempre se empeña.

A la mañana siguiente Pascual trabaja con toda precisión, como siempre. Lorenzo trabaja, se endereza, se pone una mano en la cadera y con la otra se rasca la cabeza, ladeando su gorra hecha jirones. Pone cara de haber dormido poco.

-¡Qué de dormir! Toda la noche destapao y con las rodillas de la mujer en los mismitos riñones.

-Es que ayer al ir a casa, na más llegar, regañó con la señora. Pascual hace cigarro.

Con la ilusión que tenía el pobre Lorenzo de darle un beso a su mujer. ¡Estas mujeres!

-El beso se lo dí. Pero después, por culpa de usted, se enfadamos. Como nos convidó a pan y jamón y vino y todo aquello, le devolví el bacalao que me puso pa comer y me regañó. Se pensó que no había comido. Total, culpa suya. Por convidarnos, ya ve.

-Que te cuidan demasiado. Están en tú como si fueras un chicuelo. Pascual y el otro que conversa se ríen.

Lorenzo el lunes siguiente vino con gorra nueva.

-Me la ha comprao mi mujer, agarró el aumento de jornal y me la mercó.

-Pero hombre, tan nueva te la ensuciarás de seguida.

-Es igual. Veinticinco pesetas que cuesta. A más mi mujer me la comprao para trabajar, pues pa eso.

-A tu te cuidan mucho -y Pascual acaba de liar su cigarro, le da dos chupadas, se lo mete en los labios y ¡hala! todos a trabajar.

viernes
abr062007

EXPOSICIÓN DE CERÉMICAS DE MANOLO SAFONT EN EL CIRCULO MERCANTIL

 

Sobre un verde de esencias vuela –blanca- una paloma. Sobre una paloma de inmensas paces brilla –rojo- un ojo de la paloma. Sobre un ojo de tiernas promesas mira –amor- un hombre. Sobre un hombre de alientos inciertos vuela –íntima- una vida. Sobre la vida, la paloma. El verde. El ojo rojo. Sobre un verde de esencias –blanca- vuela en paz una paloma.

 

Manolo Safont esculpe el color. Pinta su trabajo de tierra y esmalte. De fuego y sueños concretos. Todas las mañanas nace un niño y muere cada noche rendido de trabajo e ideas concretas. Solo la tierra es determinada. Y la ecuación de colores que da –exacto- el fuego. Ese niño volverá mañana al trabajo –recién nacido- y hará dos cuadros negros como la plata buena y pura –sin netoles- y de puro traspaso dejará en ellos su aro rojo de juego o su pelota.

A veces sobre la tierra, solo tierra. Con color de tierra, esmaltes místicos de tierra. Puros como la tierra. Como la sangre tierra de la arcilla oscura de la tierra.

Sobre un verde hojas tiernas. Sobre un verde de verdes hojas. Sobre un verde de jades verdes. Sobre un verde de esencias. Blanca como la paloma vuela.

A veces sobre la sangre. O no. Sobre el hierro caliente –bulle y se enrojece- el mar y el trabajo. A veces el esmalte es rojo. Todo rojo que el verde solo es verde por contrastes y el rojo es poesía de un fuego de esmaltes.

Cuando el fuego envidia los esmaltes que entran –grises azulados pobres- es la mufla, al verlos con el fuego –azules amarillos rosas verdes marrones negros blancos- hace trampa con el fuego y los tiñe solo de fuego. Hace fuego rojo que devuelve el fuego. El fuego tiene envidia del mar porque –verde- coquetea con cielos que lo azulan. Envidia al sol porque solo el oro lo acuña en amarillos. El fuego envidia las flores porque tienen labios de niñas, recién besadas, en sus pétalos. Y a la hierba porque huele a hombre recién lavado. Si pudiera ser barro, moldeable como un lecho de enamorados. Por eso quiere borrar colores y los hace negros. Aquel negro coraza, uña trabajadora, plata noble. El blanco –fuera envidia- le da la idea. Hará trampa con los esmaltes. El fuego se viste de rojo y da rojo. Inmensamente rojo.

Manolo Safont ha inventado los colores, dando latigazos al fuego. Latigazos que se escriben en pentagrama y armonizan llenos de amores. Manolo sacó del fuego –que no quería- una paloma blanca. El fuego murió en el parto. Sobre la tumba del fuego hay hierbas verdes.

Sobre un verde de esencias vuela –blanca- una paloma.

15 de marzo de 1970, Diario “Mediterráneo”.

viernes
abr062007

UN CUENTO CIERTO

SAN FRANCISCO JAVIER.jpg

Los cuentos salen de los velos de la fantasía y entre ellos se deslizan ligeros. Los cuentos ciertos nacen al dejar volar sobre las páginas macizas de la Historia la fragilidad de nuestros sueños.Ya que queréis que os cuente uno cierto vamos a soñar, no hagáis ruido, sobre la vida de San Francisco Javier.

* * *

…Erase una vez un hombre muy recio, de roble y de una pieza. Se llamaba Ignacio, uno de los mejores escultores que ha habido. Iba por esos mundos con su escoplo y su martillo haciendo obras de arte, que ofrecía a Dios, donde quiera que encontrara una buena piedra, un buen mármol.

Un día, era en París, vió un joven. Era transparente como el alabastro y fuerte como el granito. El mismo se trabajaba. Tenía unas aristas muy hermosas, pero aún estaban escondidas bajo el conjunto de la piedra. Se le presentaba un porvenir brillantísimo. Llegaría a ser, tal vez, un formidable sillar, digno de cualquier catedral sobre las que se levantan hilos de oraciones, de las que casi rozan el cielo con sus torres en las que solemos creer que hay un nido, no porque lo veamos, sino porque arriba hay una cruz. Y bajo la cruz -¡qué paradoja!- siempre se encuentra, a su calor, un nido.

Ignacio pensaba: ¡qué lástima! En lugar de un buen sillar de catedral, yo haría de él una imagen para el altar mayor. Es tan hermoso, están tan claros sus perfiles entre la masa amorfa, que haría de ella una gran obra. Luego la enviaría a recorrer el mundo y, cuando hubiere terminado su camino, la pondría en un altar y todo el mundo peregrinaría para verla.

Ya os he dicho que el escultor era muy recio, y no se arredró. Robó la piedra al picapedrero.Y, poco a poco, entre oraciones y consejos, a escoplo y martillo, forjó una obra enorme, maravillosa. Resultó tan perfecta que el Señor la besó entusiasmado y cobró vida. Era el año 1.5…

* * *

Y ahora, que recorra el mundo. Llamó a su obra y le dijo: Oyeme, Javier … porque te llamarás Javier; ve a recorrer el  mundo. De Italia pasaa España, a Portugal y de allí a las Indias, a todas partes. Es la hora de tu destino, vete. -Pero, Padre, ¿qué haré yo por esos caminos? Me aburriré de tanto correr y más correr. Además, voy a ir tan solo … -Hijo mío, Javier, no vas solo. Ahí tienes al Señor que será tu mejor amigo. Vas con Él. Te quiere mucho, te dio la vida… Ve con el, Javier.

Fue con el Amigo. Caminaban juntos. Todo lo resolvía, todo lo aseguraba y alegraba el Amigo. Pero apenas iniciadas las primeras jornadas aquel alabastro tan transparente logró traspasar el hondo misterio, la infinita tristeza de su compañero. Una noche vió como sudaba sangre … -Amigo –le dijo- ¿por qué estás triste? No quiero que lo estés. ¿Qué te pasa? -Una vez, Javier –explicó- yo dí a los hombres toda mi fortuna, todo mi tesoro: dí mi vida por ellos, para que fueran muy amigos míos. Y ya ves, apenas nadie me hace caso; tu lo habrás observado en lo poco que llevamos de viaje. Pero ahora, ya no les digo, como antes, que vengan; al pasar a su lado los miro con ternura y dejo que se acerquen. Tengo unos pocos incondicionales que consagran su vida para que los demás vengan a Mí. ¡Pero hay tantos que ni me conocen… y los quiero tanto a todos! -Yo te conquistaré a esas gentes. Tengo que recorre el mundo; pues bien, lo haré por Ti; a todos les diré quién eres; te los traeré a todos.

* * *

Le preocupó mucho  cómo consiguiría hacerse con ellos. El problema era grande; hacía mucho tiempo que Ignacio acabó su obra cuando empezó ésta su camino. Casi no sabía nada. Por dondequiera que entraba exponía sus ansias, hablaba, consolaba a todos. Usaba de las dotes que le eran más precisas de entre las que él se forjó, las que le imprimió Ignacio y las que le alentó el Amigo. A todos los enamoraba. A todos daba su mano. Y por las noches, en lugar de descansar, lloraba por los que no habían querido alegrarse con él, por lo que no había enamorado.

El Amigo estaba cada vez más entusiasmado con Javier y, en vista de que por las noches el llanto le oprimía, le daba sus consuelos, le enseñaba sus riquezas y le regalaba con pedacitos de cielo. Ponía las estrellas en su mano y la luna en sus ojales. Hacía que apoyase los pies cansados de tanto caminar en una almohada hecha con la cabellera de dos ángeles rubios y hermosos. En el corazón le ponía un gozo tal, que siempre le obligaba a decir: “Amigo, no más, que me muero con tanto gozo. No me des más, que si muero, ¿quién irá mañana a por los que todavía no te conocen en el mundo? ¡Hay tantos que lloran aún! Déjame, Amigo, para que mañana vaya con ellos y por la noche vuelva con ellos para Ti”.

Caminaba tanto que el sol y la luna tuvieron que turnarse sin descansar para que no les adelantase en el camino.

* * *

Por fin llegó a un isla que estaba delante de un gran mundo nuevo. Todo el ansia de Javier era ir hasta aquel continente tan cerrado como hermoso y tan hermoso como su nombre: China. Estaba en el umbral de China. Con el llamador en la mano. No quería acabar su viaje sin regalarle aquel presente a su Amigo. Pero, el Padre del Amigo, enterado de todo y satisfecho de lo bien que cumplía su misión aquella bella obra esculpida por Ignacio, quiso llevarlo a su morada para tenerlo más cerca; quiso tener en su corte al juglar y al arquero de las hazañas divinas. Llamó a su Hijo para que se lo trajera. Y Éste le dijo a Javier: -Javier, ven conmigo a casa de mi Padre. El quiere que vengas. -Yo quiero ir; pero antes déjame aún que te regale las sonsiras de China. Será el presente que lleve a tu Padre, pero Éste era Omnipotente y Sabio y se lo llevó.

Contaba un ave del cielo que lo vió ascender cómo miraba muy fijamente hacia arriba, pero que todavía su mano se dirigía más allá del mar. “Ahí está China, Amigo, yo la quiero toda para Ti”. uando llegó a la mansión prometida y se sentó a los pies del trono del Omnipotente. con su caña de pescar iba izando pedazos de China. Con ellos hacía un mosaico de luces amarillas. Desde allá arriba continúa llevándose corazones con esa sonrisa que sabe a aguas bautismales y suena a caridad.

***

Desde el puesto que le prometió Ignacio al escultor, hoy Javier, desde el altar mayor, nos atrae para que conociéndole nos sintamos felices, alegres y enamorados de él. Todos de rodillas, ante la preciosa obra de arte que formó aquel magnífico artista, nos entregamos y a través de las transpariencia del alabastro vemos la mirada del Amigo de Javier, del Amigo de todos. Y mientras, desde ese altar va conquistando amigos y completando paciente el mosaico de luces amarillas que quiso llevar conj él para cerrar las ventanas orientales del cielo como un arco iris de resurección, mientas este cuento se acaba. Es un cuento cierto, como vosotros me habéis pedido. Peregrinar hasta Javier, dejaros enamorar de él y a través del alabastro transparente, veréis la sonrisa del Amigo.

"UD",Deusto, Marzo de 1953. Año Centenario de Javier.