LA PINTADA
Aún muy temprano subió a lo alto. Ya en el Castillo sacó de su chaqueta de cuero un tubo y apretando el botón escribió sobre las piedras, mientras pasaba del miedo a la ilusión y fuego de la firmeza a la esperanza.
Para ser el ingeniero –a sus cuarenta y pocos años doctor-ingeniero, como si por decreto le hubiera salido más ciencia- la acción parecía sorprendente. Muchos dicen sorpresiva, debe ser también por decreto; llevo tanto sin escribir que a lo peor no me entienden. El ingeniero siempre pacífico, callado, tal vez excesivamente aislado e independiente, tan sedentario, resultaba un ser fuera de su sitio esta mañana. Apenas los primeros rayos aparecían por la línea final del mar empujando el telón de la neblina, sin fuerza aún para iluminar las primeras flores.
Bajó guardándose el tubo-spray en la chaqueta de cuero. Disimulando su travesura, a una distancia de quince pasos se volvió y leyó. Respiró hondo y satisfecho. La sonrisa cubrió su rostro culto y decidido. El sol empezaba a romper el aire de la noche y las flores amarillas de la yerba se colmaban de rocío. Los geraneos kikireaban en los balcones. Los pájaros, dejando su rama-dormitorio, gorogararon al nuevo día. El ingeniero tras otros veinte pasos se paró, se dio la vuelta y contempló de nuevo su pintada, ahora ya seguro de que nadie descubriría al autor. En voz baja la leyó para sí: El pueblo ama a su Rey. 14 abril 81.
Se acercaba para él la edad de la nostalgia. Recordaba, bajando la calle de la ladera, haber oído comentar la guerra y sus horrores. No entendió nunca cómo la República, a la que tanto se veneraba en aquellas tertulias de ilustrados pequeños burgueses y funcionarios, siempre con sus esposas, o en las charlas de cocina dominadas por las criadas, pudo ser segada con las cabezas de medio millón de españoles. Resultaba grotesco.
Sabía lo del Arbol de la Libertad que apenas crecía, por estar a la sombra de la iglesia, frente al Ayuntamiento.Y la del Obelisco desmontado por las autoridades victoriosas. Sabía muchas historias, de labios de una vieja y querida tía, sobre el laicismo y amor de la República en su iudad, donde hace cien años sasi todo eran masones, como luego fueron el equipo de fútbol local.
Conseguir ingresar en la escuela de Ingenieros fue una epopeya –como todas sólo premiada con laurel, porque el mundo enriquece otras cosas- pero no podía quejarse. En su época de estudios, aunque no había tiempo para juergas, en una rara ocasión fue con unos amigos a un baile. Era en un pueblo, allá en las montañas, donde veraneaban los pequeños burgueses que sólo tenían un objetivo, ver a sus hijos convertidos en notarios o ingenieros y a sus niñas casadas con un industrial rico.
El baile –las chicas fueron pronto recogidas por el rebaño familiar- dejó a los chicos sedientos de amor, del sexo entonces ni hablar, y de eso tan indefinido como armar una juerga. Todo quedó reducido a entrar en el Bar del pueblo y beber, entre apuestas de a ver quién aguanta más, ginebra y licores nacionales. En los bares no había whisky, según la leyenda sabía a chinches. Entre las brumas del alcohol el futuro ingeniero aprendió y comprobó, a medida que las botellas caían, los cuatro grados de la borrachera. Empezaba con los cantos regionales. Tras las dos primeras copas siempre alguien entonaba lo de “Asturias patria querida”. Venía luego al exaltación de la amistad. El canto regional hacía necesario pasar los brazos por los hombros de los bebedores de al lado, y con los brindis, salía aquello de somos los más cojonudos. Como esto no llevaba a ninguna parte, algún exaltado –exaltado de alcohol, por Dios, nada de política- debía aquello de ¡Mueran los curas!, y el más atrevido, sin osar alzar la voz, remataba ¡Viva la República!
Todo el mundo sabe que la borrachera acaba en el “delirium tremens”, como antesala de una muerte horrorosa y denigrante. Pues no, entonces terminaban las borracheras con el gritito –no se podía alzar la voz- de ¡Viva la República! El dueño del bar echó a todo el mundo a la calle, temiendo por su negocio y su seguridad. Con los años ya nadie hablaba de la República. Las tertulias habían desaparecido dejando paso a los telefilmes y de las criadas, ya se sabe. Ni una. Cuando empezaron a llamarse empleadas del hogar desaparecieron como si las hubiese matado el nombre. Los estudios le enseñaron racionalmente las excedencias de un sistema político tan civilizado tan encomiado en el cine. Las americanas eran las únicas películas buenas, salvo raras excepciones. La esperanza de una República quedó, como en la juerga de su juventud, en un pequeño grito apagado. En una nostalgia. Desde hacía pocos años, y aún antes den las escapadas a Francia, había leído y visto en fotos la alegría del 14 de abril de 1931.Tras unas elecciones municipales cargadas de voluntad política, el pueblo se volcó a la calle en la Proclamación de la República. El entonces Rey, siempre rodeado de artesanos/aristócratas, había caído en la trampa de la dictadura y, cuando ésta se deshizo, el pueblo le había abandonado. Con un gesto elegante, como el trazo de su firma, se fue.
Esta madrugada hace cincuenta años. Abril corría por su mitad con tormentas en los cielos y flores en el campo. El pueblo saludó la flor de la República con toda su esperanza. Exhaló su perfume emborrachándose de libertad hasta que los amos del bar salieron de detrás del mostrador –entonces no se decía barra- y cerraron el local. Se acabó.
El ingeniero no conoció aquello. Nació cuando se cargaban los cañones y avanzaban aplastando las flores. Cuánto lodo y ruina quedó. Pero si ha vivido hace siete semanas el mayor susto de su vida. No supo que hacer. Se le ocurrió la huída, pero no supo de qué, ni d equién ni a dónde. Se quedó paralizado frente a un televisor idiota con 300 millones en danza, pegado a su transistor. Solo lo usaba para el desarrollo de los partidos de fútbol o alguna noche para oír hora veinticinco.
Pocos días antes un reportaje de la BBC había analizado la figura del Rey. Se había ganado el respeto del pueblo. En lo más oscuro de la noche se habló del Rey como una promesa. Cuánto tardó en aparecer. Por fin. Ahí está. Otra vez el verde y las flores. Al fondo un tápiz rebosante de color. Sobre el verde del uniforme las flores de las grandes cruces. Con un rostro insospechablemente enérgico el Rey mandó acatar la Constitución. La radio continuó pegada a su oído hasta el final del desenlace. El pueblo, que desde todos los siglos odia la guerra y quiera ser libre y feliz, salió –como nunca- a la calle a declarar su amor por su Rey.
El ingeniero de pequeño oía contar a su padre, apasionado taurino, como se decía de Joselito “es el español que mejor conoce su oficio”. Cuando recordaba esta anécdota, acababa de descender y llegar al amor. El sol ya estaba sobre el horizonte. Pensó que el Rey era el español que mejor justificaba su sueldo. Lo había oído y lo sentía. En la calle se notaba. La gente ha renacido a la esperanza. La nueva primavera ha traido sus flores amarillas en la yerba su azahar en los naranjos el rojo en las ventanas y en los naranjos, el rojo en las ventanas y en las corazones del pueblo ha brotado el amor a su Rey, por primera vez en la historia, crónica de la aclamación de mil reyes victoriosos en mil reyes victoriosos en mil batallas, a quienes su pueblo no perdonó nunca, aún callando, las miserias y los muertos de las guerras.
Esta madrugada de insomio primaveral el ingeniero no comprendía porque en un rincón apacible de su cuidad, entre árboles, no se ha elevado ya un monumento –rodeado de flores, de muchas flores- a don Juan Carlos y han puesto una sola leyenda a su pie. La que no ha tenido nadie hasta ahora: El pueblo ama a su Rey. Por eso, ha bajado al garaje, ha cogido un spray negro de pintura, se ha subido a lo alto y sobre las nobles piedras del Castillo lo ha pintado a hurtadillas, pero satisfecho. Luego ha bajado hasta el mar lleno se esperanza al ver el sol naciendo, sintiendo el amor por su Rey, como el eterno rumor del mar sereno, despertando bravo y libre.
24de abril de 1981, Diario "Mediterráneo".